El transtierro del olvido, exilio del viento
Embarcó sin absolutamente nada para no cargar un
fantasma pegado y aún así, no había manera de deshacerse de los recuerdos.
Miraba, sólo miraba las olas por la ventana, mientras en la habitación, los niños
jugaban entre camas improvisadas y bultos, pero ella, al ver el mar, pensaba que la
orilla de esa otra tierra que creyó suya y la que le daría un sitio en el mundo,
ahora era tan agria, como el recuerdo de su verdadera patria. Hacía frío y los recuerdos
brotaban como la espuma entre el oleaje, algunos de ellos tan agrestes como sus
propios desgarros. Entonces salió a la cubierta y se quedó parada en el
barandal de la borda.
A lo lejos, la guerra
tiene sabor de aire rancio. Huele a metal y arremete hasta con la memoria que
queda en ruinas. Tratar de ordenar los recuerdos es una tarea inútil ante los
escombros regados, sin ton ni son, porque la memoria ha quedado baleada y despedazada. Las
evocaciones son trozos entre llamas, cada imagen que sobreviene en la consciencia es sólo un desecho de lo
que fue una fiesta brava de balas. En las heridas siempre duelen más los
muertos y ahora, que absurdo resulta huir de una guerra para quedar envuelta en
otra y quizá, ese mismo barco navegaba rumbo a otra guerra más, a otro
campo de concentración, aún peor, más salvaje. No, nunca hay nombres en el
transtierro.
Uno de los niños al correr por
la cubierta tropezó con las cuerdas de unos bultos que estaban amarrados en la
proa y se quedó enredado. Los niños que corrían tras él y él mismo, comenzaron a
reír a grandes carcajadas. Sin embargo; a ella, la imagen se le sobrevino en la
memoria sin esperarla. Se vio a sí misma, pequeña en Irlanda. Recordó cómo su madre
y ella se encerraron en la despensa mientras afuera se escuchaban gritos y
disparos, entonces la madre indicándole silencio con el dedo en los labios, le amordazó la boca con una
servilleta de la alacena y quitando las cuerdas de algunos sacos, la amarró de
pies y manos. Luego, su propia madre se amordazó a sí misma, se amarró los
pies y se enredó la cuerda en las manos con un nudo corredizo, justo antes de
escuchar gritos y disparos tras la puerta. Su madre comenzó a frotar
la cuerda con cuidado, como si quisiera romper el nudo de las manos contra el
filo de un fusil que sobresalía entre los bultos de harina, cuando un soldado
abrió de golpe la puerta y las vio al tiempo que gritó: ¡Captain here, there are
two women hostage!
El soldado mientras desataba a la niña comenzó
a tararear una canción y sonreía, como si quisiera consolarla. Sacó de su
bolsillo un dulce y se lo dio. Cuando salieron, la madre volteó la cara de la
pequeña apretándola a su costado para que no viera el horror en la cocina. Pero
la pequeña lo vio todo, vio a su padre tirado entre un charco de sangre y ambas salieron caminando, sin decir nada, mientras los soldados sacaban las armas de
la alacena.
Un
golpe de oleaje le hizo sentir que era el golpe de una detonación. Recordó a su madre, tirada con un disparo en la cabeza en
la cocina de su casa en Teruel porque lo que sirvió en Irlanda no funcionó en
España. Los sublevados sabían muy bien que ocultaban armas entre los
bultos de harina y a ella, tras usarla y darla por muerta la dejaron sin
sentido junto a su madre. Al regresar en sí, vio a su madre, cerró sus ojos y
escapó como pudo de ahí, a escondidas logró cruzar la línea de fuego hasta que
encontró a unas milicianas que la auxiliaron. Ella no dijo nada. Ellas no
preguntaron nada, sólo la ayudaron y por ellas, ahora viajaba a lo desconocido
cuidando niños huérfanos. ¡No pasarán!, decía aquel letrero que ahora quedaba
tan lejano como la orilla. Todo era tan confuso que parecía no tener ni derecho ni
revés. Era imposible hilar una historia coherente por eso, ella escondía su pañuelo rojo ante la incertidumbre.
En el
barco sonó un silbato anunciando la comida. El sonido fue un golpe seco que la
sacó de sus pensamientos. Descubrió que el viento no soplaba a favor y en la
cubierta, las puertas se abrieron casi al unísono, la gente comenzó a salir y
caminar hacía las escaleras que llevaban al comedor y ella, simplemente las
siguió, caminaba con todos, exactamente igual que como caminó arrastrando los
pies cuando se dirigía a un nuevo transtierro en Francia y ahora navegaba hacia un exilio
en lo desconocido.
Código de registro: 1812169348010
Fecha de registro: 16-dic-2018 5:40 UTC
Los doblemente perdedores. Acabaron pasando a pesar del No pasarán, y el desgarro de los corazones viajó a bordo de barcos hacia otros destinos, más amables para con las gentes de bien.
ResponderEliminarDesgarrador texto, intenso, y que provoca reflexión y recuerdos viejos de unos viejos que aún pueden explicar qué avatares aterradores puede superar el ser humano, sobre todo, los niños. Un abrazo grande Lucía. Desde este lado del mar.
Camino del exilio sin pesar.
ResponderEliminarBesos.